Aprendiz de espejera
- laura oliveros
- 29 jun 2024
- 3 Min. de lectura
10 de marzo, 2023
Después de todo, me miro al espejo y ahí estoy.
Escribo como dejando espejos: aquí estoy, estuve y estaré. El espejo es lo que queda, permanece, no necesita de quien espejea.
En ese cajón de espejos (que es pequeño) los hay adornados, iluminados, lustrosos, rotos, hechizos, empañados, cubiertos de hongos, vencidos, y una que otra bola disco en donde al fondo se escucha a mi mamá diciendo 'Quisisio mo-mo-momo' la forma en la que llamaba a su chihuahua que murió el año pasado. Ese es un espejito furioso y fantástico. Un códice de alta tecnología que cada vez que lo encuentro sé que es sólo mío, o nuestro, algo que yo y unos pocos disfrutamos, recordando a mi mamá decir eso y ver entrar en la escena a una perrita renca y belfa, con la cola partida en tres partes (como un rayo), eso era un 'Quisisio mo-mo-momo'.
Las palabras se trepan, hay unas que van a tuta, otras que pellizcan o se aferran duro como el 'amor seco', esa planta con frutos espinosos que se preden a las medias al entrar en un pastizal. Es imposible cargar todas las palabras porque pesan, hay que bajarlas, desprenderlas, acostarlas suavecito para que no se rompan. La primera en trepar estaba escrita en un papelito que nos dio el abuelo de Angélica (mi vecina de 1996), en uno de los bosques de la Universidad Nacional, ahí recogíamos semillas de eucalipto. En ese papelito escrito por el abuelo, había una palabra inventada para nombrar esas semillas con las que cubríamos torpemente la cabeza de nuestras Barbies trasquiladas. Ahí quedó ese espejo perdido.
De las trepadoras y los espejos, años después llegó 'vestigio', pero como para ese entonces ya había decidido suscribirme al mundo de las imágenes, Vestigio se quedó en un seudónimo sepultado bajo capas de pintura en algún muro bogotano, en un intento fallido de pertenecer a un grupo de grafiteros que se hacían llamar Corro5ivo. Ahí se quedó ese espejo enterrado (menos mal).
Algún día escuché a un fotógrafo gringo-italiano, decir en su trastabillado inglés que la fotografía es el ectoplasma de nuestra existencia, y ahí me quedé: embelesada; las imágenes eran (y son) mi obsesión, mi oráculo, disfruto del espresso solo para leer el rastro en la taza, hago paseos matutinos con Chipre guiados por el placer de ver, de encontrar algo y hacer clic para capturarlo: la mujer que lanza machetes en la séptima, el letrero que deja el vecino diciendo 'Hoy no, gracias', los naipes que descompletan la baraja, el grafiti que dice 'somos esporas', la pinturita de un burro miedosamente sonriente que cuelga en la droguería y dice “Si usted vive feliz y la vida le sonríe, no pida que le preste o le fíe”.
Pero la arenera de palabras trepadoras que se funden en espejo se desbordó porque no todo cabe en un clic (porque la mayoría de las veces mi torpeza se demoró en hacer clic o tomó la foto desenfocada o espichó el botón de volumen en vez del obturador), y poco a poco las no imágenes palabra que se habían autoguardado comenzaron a salir. Se habían acostumbrado a abrirse un espacio en este cuerpo, encontraban cualquier rincón para anidar, eran parasitas, unas rémoras que acariciaba cada tanto y que tarareaba en silencio con la boca, a modo de lypsinc de show de los 80, como quien quiere imitarse torpemente (en silencio, sin voz, porque ya había decidido hacer imágenes).
En ese mar de reflejos trepadores todo suma y nada resta, sigo siendo fanática del lypsinc, aprendiz de espejera, repaso, leo, imito y me veo en este salón de espejos, los tuyos y los míos, aprehendo, me miro, aquí estoy, ahí estuve y estaré.
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